Tronos y cruces: la Iglesia y América | Segunda parte

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“Las religiones, como las luciérnagas, necesitan de oscuridad para brillar” Parerga y Paralipómena (Schopenhauer, 1851).

La religión católica, fruto del ingenio del emperador Constantino, fue la aparente depositaria de las palabras y milagros de Yeshua bar Yosef (Jesús, hijo de José).
Gracias a ello, los monarcas medievales legitimaron su autoridad a través de su fe, cerrando filas ante las amenazas que el medio y lejano oriente representaban.

La expulsión de los moros de la península ibérica, luego de que Isabel y Fernando hicieran una última cruzada contra el rey Boabdil de Granada, significó la supremacía de la Fe católica sobre cualquier otra en suelo europeo, logrando con ello que el Papa Alejandro VI -quien, por cierto, era oriundo de Valencia- se convirtiera en el principal garante de las campañas de los reyes españoles en el viejo continente y en sus descubrimientos posteriores.

La Iglesia viajó a América y brotó en todas las ciudades fundadas por los Habsburgo y los Borbones.
El gran aparato del patronato regio, de origen visigodo, se vio reemplazado por el regalismo francés.
Como consecuencia, la autoridad de la Iglesia se vio “traicionada” por uno de sus más íntimos aliados.
El resultado, un rompimiento entre el poder público y el poder eclesiástico.

Los que saben, opinan que la religión católica ha sobrevivido tantos siglos aprovechando su doble naturaleza: por un lado, una institución sumamente jerarquizada y administrada; por otro, una ideología que promete redención.
Quizá por esa razón, la Independencia en México surgió en una parroquia y se cundió a todo el Bajío.
Debilitada políticamente la organización, el espíritu, intacto, inflamó a los más desprotegidos y aprovechó el valor de lo intangible para oponerse a las reformas tiránicas.

El siglo XVIII se abrió como una flor carmesí, donde las posturas liberales (jacobinas o masónicas) arremetieron con furia en contra de los modelos realistas.
Para algunas naciones, eso significó el nacimiento de monarquías parlamentarias; para otras, la repulsión total hacia la nobleza y sus antiguas alianzas.
La sangre corrió en levantamientos armados interminables, donde la suposición de igualdad como premisa elemental sólo resaltó más las dolorosas diferencias sociales y económicas en la población.
La Iglesia intentó operar nuevamente un “patronato regio” con los primeros gobiernos del México independiente, pero la suerte ya estaba echada: poco a poco, la religión católica se convertiría, intermitentemente, en aliada y enemiga de los caudillos que lucharon con, y en contra, de: Iturbide, Santa Anna, Juárez, Maximiliano, Lerdo de Tejada, Porfirio Díaz, etc.
A veces, los templos eran cuarteles, bodegas de reliquias para empeñar, auditorios para discursos políticos, barricadas; en otros momentos, sedes de coronaciones, bodas, bautizos, funerales y misas patrocinadas.
Legalmente, por ejemplo, la Constitución de 1824 suponía, en sus primeros borradores, una nación exclusivamente católica e hispano parlante; la de 1857, un país donde el poder público e ideológico del catolicismo fuese reducido a su mínima expresión.
Sea una u otra versión del México soberano, en ninguna de las dos legislaciones se entendía la gran diversidad espiritual, cultural, económica y social del país; al final, se percibía un divorcio entre la Iglesia y el Estado, donde los únicos damnificados fueron los habitantes.
Como muestra de ello, las Leyes de Reforma propiciaron el latifundismo que, años más tarde, desencadenó a la Revolución Mexicana (y todo por creer que privar a las iglesias de tierras, inmuebles y talleres, beneficiaría al pueblo).

Hasta aquí esta entrega.
En la próxima, cerraré contando cómo se relacionó el poder público y la religión católica en el siglo XX.

Voy y vengo.

Profesor universitario e investigador en Derecho e Historia.

YouTube: lgortizc

“Las religiones, como las luciérnagas, necesitan de oscuridad para brillar” Parerga y Paralipómena (Schopenhauer, 1851).

La religión católica, fruto del ingenio del emperador Constantino, fue la aparente depositaria de las palabras y milagros de Yeshua bar Yosef (Jesús, hijo de José).
Gracias a ello, los monarcas medievales legitimaron su autoridad a través de su fe, cerrando filas ante las amenazas que el medio y lejano oriente representaban.

La expulsión de los moros de la península ibérica, luego de que Isabel y Fernando hicieran una última cruzada contra el rey Boabdil de Granada, significó la supremacía de la Fe católica sobre cualquier otra en suelo europeo, logrando con ello que el Papa Alejandro VI -quien, por cierto, era oriundo de Valencia- se convirtiera en el principal garante de las campañas de los reyes españoles en el viejo continente y en sus descubrimientos posteriores.

La Iglesia viajó a América y brotó en todas las ciudades fundadas por los Habsburgo y los Borbones.
El gran aparato del patronato regio, de origen visigodo, se vio reemplazado por el regalismo francés.
Como consecuencia, la autoridad de la Iglesia se vio “traicionada” por uno de sus más íntimos aliados.
El resultado, un rompimiento entre el poder público y el poder eclesiástico.

Los que saben, opinan que la religión católica ha sobrevivido tantos siglos aprovechando su doble naturaleza: por un lado, una institución sumamente jerarquizada y administrada; por otro, una ideología que promete redención.
Quizá por esa razón, la Independencia en México surgió en una parroquia y se cundió a todo el Bajío.
Debilitada políticamente la organización, el espíritu, intacto, inflamó a los más desprotegidos y aprovechó el valor de lo intangible para oponerse a las reformas tiránicas.

El siglo XVIII se abrió como una flor carmesí, donde las posturas liberales (jacobinas o masónicas) arremetieron con furia en contra de los modelos realistas.
Para algunas naciones, eso significó el nacimiento de monarquías parlamentarias; para otras, la repulsión total hacia la nobleza y sus antiguas alianzas.
La sangre corrió en levantamientos armados interminables, donde la suposición de igualdad como premisa elemental sólo resaltó más las dolorosas diferencias sociales y económicas en la población.
La Iglesia intentó operar nuevamente un “patronato regio” con los primeros gobiernos del México independiente, pero la suerte ya estaba echada: poco a poco, la religión católica se convertiría, intermitentemente, en aliada y enemiga de los caudillos que lucharon con, y en contra, de: Iturbide, Santa Anna, Juárez, Maximiliano, Lerdo de Tejada, Porfirio Díaz, etc.
A veces, los templos eran cuarteles, bodegas de reliquias para empeñar, auditorios para discursos políticos, barricadas; en otros momentos, sedes de coronaciones, bodas, bautizos, funerales y misas patrocinadas.
Legalmente, por ejemplo, la Constitución de 1824 suponía, en sus primeros borradores, una nación exclusivamente católica e hispano parlante; la de 1857, un país donde el poder público e ideológico del catolicismo fuese reducido a su mínima expresión.
Sea una u otra versión del México soberano, en ninguna de las dos legislaciones se entendía la gran diversidad espiritual, cultural, económica y social del país; al final, se percibía un divorcio entre la Iglesia y el Estado, donde los únicos damnificados fueron los habitantes.
Como muestra de ello, las Leyes de Reforma propiciaron el latifundismo que, años más tarde, desencadenó a la Revolución Mexicana (y todo por creer que privar a las iglesias de tierras, inmuebles y talleres, beneficiaría al pueblo).

Hasta aquí esta entrega.
En la próxima, cerraré contando cómo se relacionó el poder público y la religión católica en el siglo XX.

Voy y vengo.

Profesor universitario e investigador en Derecho e Historia.

YouTube: lgortizc

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