Triste Relato de Año Nuevo

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Crónicas Urbanas de Chihuahua

violioscar@gmail.
com

Pronto vendrá un año más y la gente está muy apurada para recibir el nuevo y despedir el viejo, por ello, es notorio observar que las tiendas están abarrotadas de una masa humana que tiene la oportunidad de gastar su dinero en todo lo que va comer y de lo que va regalar con la abundancia del aguinaldo y de las quincenas acumuladas, sin embargo, en esta última crónica del año, expongo el relato de un hombre que vivió un año nuevo muy diferente a lo que comúnmente observamos y percibimos en las calles, su nombre, Ignacio, de origen humilde que por azares del destino experimentó un momento terrible en su vida, precisamente un día como hoy, pero hace 70 años.

Yo, Ignacio, nacho como me decían de cariño en el barrio del Santo Niño, un pobre que camina por las calles del centro de la ciudad de Chihuahua en busca de una moneda para poder vivir, bueno, que camina es un decir, púes hace varios años perdí mis piernas en un terrible accidente en mi época de juventud al tener escasamente 15 años, cuando me escapé de mi casa para ir a la aventura en busca de nuevos horizontes; aquellos tiempos cuando todo se nos hace muy fácil y la verdad no fue así ya que al huir prácticamente de mí casa, nunca les avisé nada a mi madre y hermanos, sólo me dejé influenciar por los consejos de mi amigo José, para emprender el vuelo como palomita aventurera; buscamos la manera de irnos a la ciudad de México en el tren “pollero”, pero sin boletos, ósea de trampa, pues no contábamos con muchos recursos para viajar en asiento de primera, segunda o de tercera.

Fue una tarde de diciembre de 1953 cuando José y yo salimos de nuestras casas para emprender el viaje, nadie sabía del plan que habíamos trazado; mi pobre madre, siempre estuvo pendiente de mí, pero las ganas de salir y conocer otros “aires” me motivó para desahogar mis ánimos de juventud, sin embargo, a mis 15 años, la verdad quería ser como los superhéroes de las tiras cómicas, yo, un chavito inmaduro, pero con deseos de hacer cosas importantes; Pepe, con frecuencia me visitaba para salir a divertirnos por las calles de la ciudad, pero un mes antes de emprender la huida, habíamos planeado de cómo sería nuestro viaje; ambos nos preguntábamos sí teníamos dinero o no, pero la verdad, contábamos con algunas monedas que eran insuficientes para cumplir con nuestro propósito.
Para resolver el problema, creímos conveniente abordar el ferrocarril, ese que lleva de todo y que se descompone en cada plaza.

La verdad no había de otra, si queríamos cumplir con nuestro objetivo tendríamos que asumir el reto, fue así que, quedamos de acuerdo como si hubiéramos hecho un “pacto de sangre”, no había vuelta de hoja y el día, sería el 31 de diciembre por la tarde y nada ni nadie lo debería de impedir, bueno, solo la muerte sería buen motivo para no cumplir con el cometido, eso sí, nada de robar ni cometer algún acto inmoral para conseguir dinero, ¡Eso nunca! Las horas y los días pasaron, el nerviosismo me invadía cada una de las entrañas de mi “langarucho” cuerpo; había noches que no podía conciliar el sueño, pues de solo pensar y pensar durante largas horas en la obscuridad de la noche, eran para mí un verdadero infierno, pues me cansaba de contar borreguitos en las tinieblas de mi soledad, hasta que llegaría la mañana y el sol se empezaba asomar, daba gracias a Dios que la oscuridad se disipara para dar paso a la luz.
Era un nuevo día, tal vez lleno de esperanza y de mejores augurios, por fin, faltaba solo un día para que se cumpliera con la fecha señalada.
El equipaje, eran las ganas por emprender la huida y lo más importante la bendición de Dios, lo suficiente para recorrer cada kilómetro de la república, bueno si todo salía muy bien, por ello, el objetivo era llegar a la Ciudad de México, por lo menos a trabajar en algo y ganar algunos centavitos y financiar el viaje de regreso; además, de buscar pasármela bien, me habían dicho que la Capital era un lugar de bonanza y donde se podía conseguir de todo, con ese pensamiento, me sentía totalmente complacido de hacer la hazaña, aunque sentía tristeza de dejar a mi madre y hermanos porque la idea de Pepe y mía, era no decir nada de nada en nuestras casas.

El día llegó, estaba muy nervioso porque faltaban minutos para salir a la aventura; mi madre me había visto en varias ocasiones medio raro y nervioso, pues tampoco había comido nada en ese día.
Me puse a escribirle un recado sobre mi partida y que pronto regresaría con dinero en la bolsa para así atender algunas de las necesidades primordiales del hogar; sé que ella me comprendería, pero también le sería de mucho sufrimiento el haber tomado una decisión como esta.
Se llegaron las 17:00 horas, ambos vivíamos en el barrio del Santo Niño, ahí muy cerca de donde vivía mi buen amigo Macario, el matachín, el cual siempre nos regalaba dulces y naranjas, la meta, llegar hasta las vías del “Puente Negro”, donde abordaríamos el “pollero” como de “polizontes” rumbo a nuestro destino; tomé la chaqueta y dos, tres cosas más, encaminándome presuroso hacía las vías del tren, sorteando los arroyos que confluyen al Chuvíscar, pude llegar a la hora fijada, ahí, estaba mi buen amigo Pepe, esperándome también con mucho nerviosismo: “¿Cómo te fue?, ¿qué les dijiste? –Me preguntaba José- ¿estás seguro que nadie te vio venir para acá? Le respondía muy seguro al afirmarle que todo estaba bajo control y que ninguna alma me había visto emprender la huida.

A lo lejos se escuchaba el silbido del tren saliendo de la nueva estación de ferrocarriles allá por la Deportiva, era una fuerte emoción el llegar a acabo esta travesía y ante la proximidad del tren, nos pusimos bien atentos para no cometer ningún error y que el viaje no se nos hiciera de “agua”.
La adrenalina estaba al límite, cuando faltaban tan solo unos cuantos metros para que el tren pasara frente a nosotros y en ese momento, empezamos a correr y a agarrar vuelo para colgarnos de los vagones de la parte posterior.
Así fue, al momento de pasar, brincamos a un furgón lográndome sujetar fuertemente hasta llegar a la parte alta del tren, donde nos fuimos los dos gritándole al mundo de nuestra gran hazaña: “México allá vamos”.
Fuimos recorriendo plaza tras plaza y las sombras de la noche empezaban a cubrir el paisaje; en el cielo se divisaban algunos nubarrones que se alzaban amenazantes como con ganas de llegar a desencadenar una tormenta.

Eran las 20:00 horas y el sueño me empezaba a vencer, tal vez porque ya tenía muchos días sin poder conciliarlo, es por eso que después de las tensiones ahora sí, el cansancio me empezaba a dominar; mi amigo Pepe me decía: “No te duermas, mira que ahorita que lleguemos a la próxima estación nos bajamos para meternos en uno de los vagones de carga”, pero la mala suerte de todo esto es que, el tren no se detuvo ni en la estación de Meoqui, Delicias y la lluvia empezaba a arreciar; los relámpagos y los truenos nos “golpeteaban” en los oídos, a pesar de que era fin de año, que extraño para esa fecha; el viento y el aguacero estaban a todo lo que daba y nosotros lo soportábamos junto a la fuerte velocidad del tren y el cansancio que teníamos en nuestros hombros; tratamos de sujetarnos a una de las varillas que salían del tren para no caernos, pero el zangoloteo nos hacía perder el equilibrio; no sabíamos que hacer, pues la situación estaba muy crítica, en eso ya no pude sostenerme y resbale por las láminas del pesado vagón y caí en medio de donde se sujeta un carro con respecto al otro.

Mis piernas golpeaban los durmientes mientras el tren seguía su marcha, de repente, sentí que ya no podía sujetarme y mi amigo José al tratar de ayudarme cayó juntó a mi teniendo la mala fortuna de precipitarse de cabeza en las vías, llevando una terrible muerte, pues al caer al piso, el tren lo destrozó todito sin dejar rastro de mi amigo, mientras yo luchaba por no terminar triturado por el ferrocarril.
Ya no pude más con mi alma y también caí en los durmientes con el tren en marcha, solo que únicamente sentí que una de las pesadas ruedas me agarraba una pierna y al pasar el tren empecé a gritar de dolor en medio de la nada y la fuerte lluvia que azotaba la zona junto a la oscuridad que se percibía ante el momento tormentoso.
Pasaron algunos segundos y todo me daba vuelta, pues a lo mejor con la pérdida de sangre debido al accidente todo estaba llegando a su fin; de repente ya no supe nada de mí y todo se nubló, cayendo en un profundo sueño.
Pasaron los años y apenas me acordé de mi nombre, comencé una nueva vida en medio de la nada y sumergido en una profunda miseria.
Al igual que un fin de año, momento en que volví a nacer, me dediqué a recorrer las calles y rincones de la ciudad de Chihuahua moviendo las ruedas de mi silla pidiendo una ayuda para comer, de mi familia ya no supe nada, pues me creyeron muerto y algunas personas me habían dicho que ellos se habían mudado de la ciudad para olvidar mi ausencia.
¡Feliz Año Nuevo!

Crónicas Urbanas de Chihuahua

violioscar@gmail.
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Pronto vendrá un año más y la gente está muy apurada para recibir el nuevo y despedir el viejo, por ello, es notorio observar que las tiendas están abarrotadas de una masa humana que tiene la oportunidad de gastar su dinero en todo lo que va comer y de lo que va regalar con la abundancia del aguinaldo y de las quincenas acumuladas, sin embargo, en esta última crónica del año, expongo el relato de un hombre que vivió un año nuevo muy diferente a lo que comúnmente observamos y percibimos en las calles, su nombre, Ignacio, de origen humilde que por azares del destino experimentó un momento terrible en su vida, precisamente un día como hoy, pero hace 70 años.

Yo, Ignacio, nacho como me decían de cariño en el barrio del Santo Niño, un pobre que camina por las calles del centro de la ciudad de Chihuahua en busca de una moneda para poder vivir, bueno, que camina es un decir, púes hace varios años perdí mis piernas en un terrible accidente en mi época de juventud al tener escasamente 15 años, cuando me escapé de mi casa para ir a la aventura en busca de nuevos horizontes; aquellos tiempos cuando todo se nos hace muy fácil y la verdad no fue así ya que al huir prácticamente de mí casa, nunca les avisé nada a mi madre y hermanos, sólo me dejé influenciar por los consejos de mi amigo José, para emprender el vuelo como palomita aventurera; buscamos la manera de irnos a la ciudad de México en el tren “pollero”, pero sin boletos, ósea de trampa, pues no contábamos con muchos recursos para viajar en asiento de primera, segunda o de tercera.

Fue una tarde de diciembre de 1953 cuando José y yo salimos de nuestras casas para emprender el viaje, nadie sabía del plan que habíamos trazado; mi pobre madre, siempre estuvo pendiente de mí, pero las ganas de salir y conocer otros “aires” me motivó para desahogar mis ánimos de juventud, sin embargo, a mis 15 años, la verdad quería ser como los superhéroes de las tiras cómicas, yo, un chavito inmaduro, pero con deseos de hacer cosas importantes; Pepe, con frecuencia me visitaba para salir a divertirnos por las calles de la ciudad, pero un mes antes de emprender la huida, habíamos planeado de cómo sería nuestro viaje; ambos nos preguntábamos sí teníamos dinero o no, pero la verdad, contábamos con algunas monedas que eran insuficientes para cumplir con nuestro propósito.
Para resolver el problema, creímos conveniente abordar el ferrocarril, ese que lleva de todo y que se descompone en cada plaza.

La verdad no había de otra, si queríamos cumplir con nuestro objetivo tendríamos que asumir el reto, fue así que, quedamos de acuerdo como si hubiéramos hecho un “pacto de sangre”, no había vuelta de hoja y el día, sería el 31 de diciembre por la tarde y nada ni nadie lo debería de impedir, bueno, solo la muerte sería buen motivo para no cumplir con el cometido, eso sí, nada de robar ni cometer algún acto inmoral para conseguir dinero, ¡Eso nunca! Las horas y los días pasaron, el nerviosismo me invadía cada una de las entrañas de mi “langarucho” cuerpo; había noches que no podía conciliar el sueño, pues de solo pensar y pensar durante largas horas en la obscuridad de la noche, eran para mí un verdadero infierno, pues me cansaba de contar borreguitos en las tinieblas de mi soledad, hasta que llegaría la mañana y el sol se empezaba asomar, daba gracias a Dios que la oscuridad se disipara para dar paso a la luz.
Era un nuevo día, tal vez lleno de esperanza y de mejores augurios, por fin, faltaba solo un día para que se cumpliera con la fecha señalada.
El equipaje, eran las ganas por emprender la huida y lo más importante la bendición de Dios, lo suficiente para recorrer cada kilómetro de la república, bueno si todo salía muy bien, por ello, el objetivo era llegar a la Ciudad de México, por lo menos a trabajar en algo y ganar algunos centavitos y financiar el viaje de regreso; además, de buscar pasármela bien, me habían dicho que la Capital era un lugar de bonanza y donde se podía conseguir de todo, con ese pensamiento, me sentía totalmente complacido de hacer la hazaña, aunque sentía tristeza de dejar a mi madre y hermanos porque la idea de Pepe y mía, era no decir nada de nada en nuestras casas.

El día llegó, estaba muy nervioso porque faltaban minutos para salir a la aventura; mi madre me había visto en varias ocasiones medio raro y nervioso, pues tampoco había comido nada en ese día.
Me puse a escribirle un recado sobre mi partida y que pronto regresaría con dinero en la bolsa para así atender algunas de las necesidades primordiales del hogar; sé que ella me comprendería, pero también le sería de mucho sufrimiento el haber tomado una decisión como esta.
Se llegaron las 17:00 horas, ambos vivíamos en el barrio del Santo Niño, ahí muy cerca de donde vivía mi buen amigo Macario, el matachín, el cual siempre nos regalaba dulces y naranjas, la meta, llegar hasta las vías del “Puente Negro”, donde abordaríamos el “pollero” como de “polizontes” rumbo a nuestro destino; tomé la chaqueta y dos, tres cosas más, encaminándome presuroso hacía las vías del tren, sorteando los arroyos que confluyen al Chuvíscar, pude llegar a la hora fijada, ahí, estaba mi buen amigo Pepe, esperándome también con mucho nerviosismo: “¿Cómo te fue?, ¿qué les dijiste? –Me preguntaba José- ¿estás seguro que nadie te vio venir para acá? Le respondía muy seguro al afirmarle que todo estaba bajo control y que ninguna alma me había visto emprender la huida.

A lo lejos se escuchaba el silbido del tren saliendo de la nueva estación de ferrocarriles allá por la Deportiva, era una fuerte emoción el llegar a acabo esta travesía y ante la proximidad del tren, nos pusimos bien atentos para no cometer ningún error y que el viaje no se nos hiciera de “agua”.
La adrenalina estaba al límite, cuando faltaban tan solo unos cuantos metros para que el tren pasara frente a nosotros y en ese momento, empezamos a correr y a agarrar vuelo para colgarnos de los vagones de la parte posterior.
Así fue, al momento de pasar, brincamos a un furgón lográndome sujetar fuertemente hasta llegar a la parte alta del tren, donde nos fuimos los dos gritándole al mundo de nuestra gran hazaña: “México allá vamos”.
Fuimos recorriendo plaza tras plaza y las sombras de la noche empezaban a cubrir el paisaje; en el cielo se divisaban algunos nubarrones que se alzaban amenazantes como con ganas de llegar a desencadenar una tormenta.

Eran las 20:00 horas y el sueño me empezaba a vencer, tal vez porque ya tenía muchos días sin poder conciliarlo, es por eso que después de las tensiones ahora sí, el cansancio me empezaba a dominar; mi amigo Pepe me decía: “No te duermas, mira que ahorita que lleguemos a la próxima estación nos bajamos para meternos en uno de los vagones de carga”, pero la mala suerte de todo esto es que, el tren no se detuvo ni en la estación de Meoqui, Delicias y la lluvia empezaba a arreciar; los relámpagos y los truenos nos “golpeteaban” en los oídos, a pesar de que era fin de año, que extraño para esa fecha; el viento y el aguacero estaban a todo lo que daba y nosotros lo soportábamos junto a la fuerte velocidad del tren y el cansancio que teníamos en nuestros hombros; tratamos de sujetarnos a una de las varillas que salían del tren para no caernos, pero el zangoloteo nos hacía perder el equilibrio; no sabíamos que hacer, pues la situación estaba muy crítica, en eso ya no pude sostenerme y resbale por las láminas del pesado vagón y caí en medio de donde se sujeta un carro con respecto al otro.

Mis piernas golpeaban los durmientes mientras el tren seguía su marcha, de repente, sentí que ya no podía sujetarme y mi amigo José al tratar de ayudarme cayó juntó a mi teniendo la mala fortuna de precipitarse de cabeza en las vías, llevando una terrible muerte, pues al caer al piso, el tren lo destrozó todito sin dejar rastro de mi amigo, mientras yo luchaba por no terminar triturado por el ferrocarril.
Ya no pude más con mi alma y también caí en los durmientes con el tren en marcha, solo que únicamente sentí que una de las pesadas ruedas me agarraba una pierna y al pasar el tren empecé a gritar de dolor en medio de la nada y la fuerte lluvia que azotaba la zona junto a la oscuridad que se percibía ante el momento tormentoso.
Pasaron algunos segundos y todo me daba vuelta, pues a lo mejor con la pérdida de sangre debido al accidente todo estaba llegando a su fin; de repente ya no supe nada de mí y todo se nubló, cayendo en un profundo sueño.
Pasaron los años y apenas me acordé de mi nombre, comencé una nueva vida en medio de la nada y sumergido en una profunda miseria.
Al igual que un fin de año, momento en que volví a nacer, me dediqué a recorrer las calles y rincones de la ciudad de Chihuahua moviendo las ruedas de mi silla pidiendo una ayuda para comer, de mi familia ya no supe nada, pues me creyeron muerto y algunas personas me habían dicho que ellos se habían mudado de la ciudad para olvidar mi ausencia.
¡Feliz Año Nuevo!

Osvaldo

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