Tratamiento voluntario y delitos graves

Hay delitos que, incluso para los firmes creyentes en la capacidad del ser humano de no volver a delinquir, son difíciles de encajar. Defender un sistema penal garantista, respetuoso jurídica y, más importante, humanamente, con la persona que ha cometido …

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Jurista de Instituciones Penitenciarias

Hay delitos que, incluso para los firmes creyentes en la capacidad del ser humano de no volver a delinquir, son difíciles de encajar.
Defender un sistema penal garantista, respetuoso jurídica y, más importante, humanamente, con la persona que ha cometido el delito, se convierte en ocasiones en un acto de fe.
Sin embargo, creemos que se trata de una fe a mantener: frente al horror de determinados hechos, fortalecer la racionalidad del sistema, evitando la mera respuesta emocional.
Las tripas como contestación al delito son inevitables en el primer momento.
Sin embargo, si la respuesta institucional se basa en lo que las tripas dicen, el sistema se vuelve inevitablemente ineficaz.
El tratamiento penitenciario, la perspectiva que frente al mismo se adopta, es claro ejemplo de ello.

Al respecto, por la propia estructura de nuestro sistema, creemos que la norma penitenciaria es conscientemente ambigua.
Como mero ejemplo, y a pesar de que el art.
4.
2 d) RP reconoce el derecho al tratamiento, el art.
5.
2 g) determina la obligatoriedad de que el interno lleve a cabo actividades básicas del mismo.
Así, el interno deberá “participar en las actividades formativas, educativas y laborales definidas en función de sus carencias para la preparación de la vida en libertad”.
Sin embargo, en la práctica, si queremos que los avances terapéuticos de una persona sean reales, el tratamiento ha de desarrollarse de forma voluntaria y absolutamente desvinculada de la consecución de cualquier beneficio penitenciario.
La Administración Penitenciaria no puede situarse en el papel de deudor de algo beneficioso para la persona privada de libertad porque ésta haya realizado un tratamiento determinado.
No sólo por la ineficacia terapéutica que esta actuación rezuma, sino también, por la propia instrumentalización de la víctima que indirectamente conlleva.
Por tanto, en el sentido que defendemos, el parámetro de actuación ha de ser el del art.
112.
3 RP cuando dice que “el interno podrá rechazar libremente o no colaborar en la realización de cualquier técnica de estudio de su personalidad, sin que ello tenga consecuencias disciplinarias, regimentales ni de regresión de grado”; precepto completado por el art.
4 RP que determina que “en los casos a que se refiere el apartado anterior, la clasificación inicial y las posteriores revisiones de la misma se realizarán mediante la observación directa del comportamiento y los informes pertinentes del personal penitenciario de los Equipos Técnicos que tenga relación con el interno, así como utilizando los datos documentales existentes”.
Con esta lógica, es la Administración la que está obligada a poner a disposición de los condenados aquellos programas necesarios para su recuperación, sin que esa obligación pueda repercutir en los internos.
De acuerdo con el art.
116.
4 RP, “la Administración Penitenciaria podrá realizar programas específicos de tratamiento para internos condenados por delitos contra la libertad sexual a tenor de su diagnóstico previo y todos aquellos otros que se considere oportuno establecer.
El seguimiento de estos programas será siempre voluntario y no podrá suponer la marginación de los internos afectados en los Centros penitenciarios”.
Obligación de la Administración Penitenciaria que se recoge de forma cualificada para determinadas figuras delictivas, pero que debiera extenderse a todas aquellas que reclamen de una intervención tratamental.

Frente a lo anterior, colocar el foco social y jurídico en determinados delitos busca respuestas contundentes que favorecen la caída en excesos llamados a la confusión y la ineficacia.
Es lo que sucede con las voces que claman por la obligatoriedad de llevar a cabo el tratamiento en prisión de manera previa a cualquier acceso a cotas de libertad por parte del condenado.
Y es lo que, creemos erróneamente, se interpreta de algunas de las normas integrales que regulan la respuesta estatal ante una delincuencia específica.
En este punto, nos sirve de ejemplo el art.
42 de la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, que sobre la Administración Penitenciaria, dice que: “1.
La Administración penitenciaria realizará programas específicos para internos condenados por delitos relacionados con la violencia de género.
2.
Las Juntas de Tratamiento valorarán, en las progresiones de grado, concesión de permisos y concesión de la libertad condicional, el seguimiento y aprovechamiento de dichos programas específicos por parte de los internos a que se refiere el apartado anterior”.
Como vemos, si la norma penitenciaria era interesadamente ambigua, esa ambigüedad roza en certeza al obligar a las Juntas de Tratamiento a valorar los programas llevados a cabo por las personas privadas de libertad que hubieran cometido delitos relacionados con la violencia de género.
Reiteramos: en la práctica, si queremos que los avances terapéuticos de una persona sean reales, han de desarrollarse de forma voluntaria y absolutamente desvinculada de la consecución de cualquier beneficio penitenciario.
No sólo por la postura inaceptable en que se coloca a la Administración Penitenciaria –convertida en deudora de algo beneficioso para la persona privada de libertad-, sino, además, porque es ineficaz terapéuticamente hablando y porque desubica a la víctima del delito con una clara instrumentalización de la misma.

¿Significa esto que estamos atados? ¿Significa que, si la persona privada de libertad no quiere desarrollar el programa tratamental estándar, no hay modo de trabajar con él? ¿Alcanzará la libertad definitiva sin evolución personal alguna? No, el delito se aborda de muchas maneras y lo que queremos es que la norma permita seguir haciéndolo.
Para ello, es necesario primero que nos hagamos conscientes del tipo de abordaje terapéutico que queremos.
Uno impositivo en que el interno asume lo que regimental y terapéuticamente le decimos, u otro abierto en que la persona que ha cometido el delito pierde el miedo a la confrontación respetuosa.
Creemos que sólo este último modelo es útil y permite una cierta evolución.
La línea de actuación que defendemos no implica una menor exigencia, sino una apertura suficiente y necesaria para poder abordar la problemática delictiva desde todas sus aristas.
De este modo, dejaremos de tratar a los internos como niños –si haces el tratamiento, te doy un permiso-; y sólo de este modo, seremos capaces de llegar verdaderamente, a los condicionantes personales y sociales de lo acaecido.
Que la gravedad de los hechos no nos haga perder la lógica de nuestra profesión.
 

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