Razonar cansa  

Todas las colectividades construyen su propia estructura social y a ella someten su vida. Los filósofos son esos incansables buscadores de la piedra filosofal de nuestra existencia, Periódicamente dan saltos “razonables” con sus reflexiones buscando esa Sabiduría a la que …

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Profesor de Investigación del CSIC

Todas las colectividades construyen su propia estructura social y a ella someten su vida.
Los filósofos son esos incansables buscadores de la piedra filosofal de nuestra existencia, Periódicamente dan saltos “razonables” con sus reflexiones buscando esa Sabiduría a la que aman, es la única diosa  en la que creen, a la que buscan con sus reflexiones.
Son parte de un grupo reducido de esa sociedades, la de las personas libres.
Dentro de ella forman parte de un grupo aún más reducido, el de las personas libres que querían reflexionar.
  

Aun hoy, pese a la generalización de la enseñanza donde se nos debe invitar a la reflexión, hacerlo sigue siendo la tarea revolucionaria de una resuelta minoría pacífica inasequibles al desaliento: los filósofos: esos, “amantes de la sabiduría” en su sentido  etimológico son locos como todos los amantes que juran amor eterno a quien aman, más locos que ninguno porque su locura, la de su juramento, suele durarles toda la vida.
 

Todas las sociedades, cada una a su modo, buscan la seguridad que se supone sólo tiene el sabio.
Los científicos son los filósofos de la física, que en griego significa naturaleza.
Buscan la sabiduría del conocimiento acerca de cómo funciona la naturaleza, la física, a partir de un axioma: “toda causa produce una consecuencia”; a la ligazón entre una y otra la denominan “ley de la naturaleza”.
 

Son amantes de la sabiduría a cuyo servicio han jurado dedicar toda su vida y lo hacen.
A la vez son unos eternos amantes insoportablemente celosos de su sinceridad, la de la Sabiduría a la que aman; celosos de la veracidad de su comportamientoporque siempre dudan de que les oculte algo, pese a la sinceridad de su amor.
Desconfían de su amada, la Sabiduría; la suponen esquiva y engañosa; su amor por ella reside en ese atractivo por lo que les oculta, con más velos que los siete de Salomé; ; por eso la someten una y otra vez, continuamente, a miles de pruebas experimentales para verificar que no les engañan ¡hasta descubrir su engaño!  

Cuando lo logran no se convierten en amantes despechados sino en gratificados amantes por haberlo descubierto.
Son gente inteligente que cuando descubre que su amante, la física, la naturaleza, les engañó, realmente no lo hizo.
Ella siempre se portó de la misma manera; fue, lo es siempre, eternamente sincera.
Por eso el físico disfruta al descubrir el inexistente engaño em el que vivía con más placer que cualquier mortal ordinario disfrutaría cuando lograra que esa Salome esquiva que es la Sabiduría, dejara caer ante sus ojos uno de los siete velos ¿o son setenta veces siete? con los que cubre su desnuda y atractiva belleza; la verdad: la inasible verdad absoluta.
 

En paralela metáfora bíblica es como cuando logra que Sansón le permita descubrir en donde reside toda su fuerza, que es en sí misma una metáfora de la Sabiduría que nos hace poderosos.
Sólo “la verdad nos hace libres” y la libertad, esa liebre huidiza que es la máxima manifestación del poder, eso es lo que está en el fondo; detrás de todos nuestros actos sólo hay lo mismo: distintas búsquedas del poder que esa es nuestra común ansia vital, aunque cada uno busque un poder distinto.
 

El físico, el filósofo de la naturaleza, disfruta al descubrir la verdad no oculta, porque era ostentosa, aunque no vista por el ojo que la tenía delante.
Ese ojo torpe del que no usaba bien los sentidos que tiene; al que con justicia se le reprocha que “tiene ojos para ver y no ve y oídos para oír y no oye”.
Cuando ese ciego vidente consigue ver lo que tenía delante sin lograr verlo se siente más feliz que el padre del hijo pródigo porque él no sintió la tristeza del abandono que no sufrió; él sólo disfruta de la alegría del hallazgo, del tesoro hallado que no estaba escondido, porque se manifestaba presente a los ojos de todos, aunque sí oculto porque nuestra mirada insuficientemente escrutadora.
 

Razonar cansa.
No se suda, pero produce fatiga.
Por eso hay pocos físicos, poca gente perseverante en esa tarea que algunos ven como la maldición de Sísifo condenado a subir una piedra durante todo el día a la cima de una montaña y que al llegar a la cima vuelve a caer la piedra al valle obligándole a volverla a subir al día siguiente.
En realidad, su tarea es como la del que poco a poco va iluminando la habitación en la que vive lo que le permite, como decía Cajal, descubrir la pared que le cierra el paso, algo más sólido que la oscuridad.
 

Ante ella, el incansable buscador de la sabiduría de la física, la naturaleza, decide agujerear la pared.
Al final, por el mínimo agujerito hecho descubre un nuevo espacio de dimensiones desconocidas porque está inmerso de nuevo en la más absoluta oscuridad que espera pacientemente ser iluminada.
Y el físico, el filósofo de la naturaleza, no puede resistir ese reto.
La oscuridad es como la piedra de Sísifo caída de nuevo en el valle.
La diferencia es que él se embarca, pero no como la víctima de un castigo, sino sintiéndose ilusionado; rejuvenecido como un amante adolescente ante ese nuevo primer amor, el eternamente nuevo, esa nueva oportunidad de la esquiva Sabiduría envuelta en velos.
 

Y ahí el abogado, no digamos el juez, tiene que navegar en busca de la inasible verdad absoluta sin dejarse seducir por la fácil “verdad procesal” que cual canto de la sirena le acecha en su navegación.
 

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