Los relámpagos de agosto

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En memoria de Jorge Ibargüengoitia Antillón

Por: Luis Gerardo Ortiz

El escritor oriundo de Guanajuato, Jorge Ibargüengoitia publicó en 1964 la obra “Relámpagos de agosto”, la cual le hizo acreedor del Premio Casa de las Américas.
Esta novela narra las memorias de un general jubilado -conocido en el texto como: José Guadalupe Arroyo- que vivió en épocas post revolucionarias.
En el texto, se manifiesta la personalidad de un individuo ambicioso por gloria, riqueza y poder, disponiendo para ello de todos los medios posibles.
Amiguismo, violencia, envidias e intrigas, constituyen los matices literarios que llevan al lector del suspenso a la desolación, pasando por episodios cómicos imperdibles.
De manera magistral, el libro experimenta una metamorfosis convirtiéndose, de golpe y porrazo, en un compendio de malas jugadas del destino, un relato de batallas perdidas, de la mala suerte, del “pudo” pero “no fue”.

Así como la relampagueante vida del Gral.
José Guadalupe Arroyo, quien intentó llegar al poder confiado en la fortuna, sus contactos y posición, buena parte de los mexicanos nos enfrentamos al destino provistos de nuestra fe -esa mística herramienta que conjuga azar y favor divino en una misma palabra-.
Enfrentamos al futuro con devoción, colocando dolores, sinsabores y deseos, en las manos de la divinidad.
Sabemos -como supo el cantautor argentino, Facundo Cabral- que a cada día le basta con su propio afán.
Trabajamos a diario conscientes de la dificultad, incluso ensalzamos a la tragedia; sin embargo, siempre estamos próximos a recibir, a ser recompensados por nuestras penas.

Cuando la suerte no nos sonríe o cuando nuestros mediadores santísimos no nos responden, la desesperanza no nos llueve de inmediato.
Antes de caer aturdidos por la frustración o la tristeza, pronunciamos nuestro mantra favorito que, en apariencia, conjura toda pérdida o impotencia: ¡Chale! Ahí inicia un tratado de nuestra propia mexicanidad.

Chale, palabra digna de un prontuario, nos remite irremediablemente a nuestra identidad -del mismo modo que leer la X en México-.
Este breve vocablo lo pronuncian los arrepentidos: ¡Chale, perdóname!; también los morbosos: ¡Chale, qué golpazo se dio!; ni se diga los fatigados: ¡Chale, ya estuvo! En cualesquiera de los escenarios, esta locución es ave de mal agüero, un componente de fatalidad que, sumado a otras palabras, crea oraciones plagadas de emociones.
Son los ojos del mexicano, vidriosos o excitados, los condimentos ideales de la recurrente expresión.

Jorge Ibargüengoitia no consideró usar chale para las memorias del Gral.
Guadalupe; el contexto y formalidad del personaje exigían afinar sus características y elevar su lenguaje.
Le hubiese convenido rubricar en las comunicaciones del narrador, cada derrota, cada intento inútil, cada mala noticia, con un honesto y mexicano: ¡Chale! Regalarle, así, la oportunidad de desahogar sus penas y redimirse; sin embargo, no puede negarse que en cada traspiés del protagonista está un poco de nuestro karma latinoamericano: estar envueltos en la crisis, la amenaza externa y la sensación de no ir hacia ninguna parte; ser presas de nuestra ambición y de nuestras formas -de moral dudosa- de llegar a feliz destino; esperar y esperar para que al final, nos digan que no se puede, que nos volvamos a formar en la fila.
¡Chale!

No me queda más que citar una de tantas publicaciones en la red que, con delicadeza “cervantina”, define a nuestra muy mexicana creación: “Chale es la expresión más nihilista que puedes encontrar en el argot mexicano, es la pérdida total de la esperanza, una ausencia de sentido, con una dosis microscópica de un estoicismo que no quiere morir.

Querido lector, querida lectora, me siento viejo compartiendo algo que muchos jóvenes ya no conocen: ¡Chale!

Voy y vengo.

Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales

Tecnológico de Monterrey campus Chihuahua

lgortizc@gmail.
com

En memoria de Jorge Ibargüengoitia Antillón

Por: Luis Gerardo Ortiz

El escritor oriundo de Guanajuato, Jorge Ibargüengoitia publicó en 1964 la obra “Relámpagos de agosto”, la cual le hizo acreedor del Premio Casa de las Américas.
Esta novela narra las memorias de un general jubilado -conocido en el texto como: José Guadalupe Arroyo- que vivió en épocas post revolucionarias.
En el texto, se manifiesta la personalidad de un individuo ambicioso por gloria, riqueza y poder, disponiendo para ello de todos los medios posibles.
Amiguismo, violencia, envidias e intrigas, constituyen los matices literarios que llevan al lector del suspenso a la desolación, pasando por episodios cómicos imperdibles.
De manera magistral, el libro experimenta una metamorfosis convirtiéndose, de golpe y porrazo, en un compendio de malas jugadas del destino, un relato de batallas perdidas, de la mala suerte, del “pudo” pero “no fue”.

Así como la relampagueante vida del Gral.
José Guadalupe Arroyo, quien intentó llegar al poder confiado en la fortuna, sus contactos y posición, buena parte de los mexicanos nos enfrentamos al destino provistos de nuestra fe -esa mística herramienta que conjuga azar y favor divino en una misma palabra-.
Enfrentamos al futuro con devoción, colocando dolores, sinsabores y deseos, en las manos de la divinidad.
Sabemos -como supo el cantautor argentino, Facundo Cabral- que a cada día le basta con su propio afán.
Trabajamos a diario conscientes de la dificultad, incluso ensalzamos a la tragedia; sin embargo, siempre estamos próximos a recibir, a ser recompensados por nuestras penas.

Cuando la suerte no nos sonríe o cuando nuestros mediadores santísimos no nos responden, la desesperanza no nos llueve de inmediato.
Antes de caer aturdidos por la frustración o la tristeza, pronunciamos nuestro mantra favorito que, en apariencia, conjura toda pérdida o impotencia: ¡Chale! Ahí inicia un tratado de nuestra propia mexicanidad.

Chale, palabra digna de un prontuario, nos remite irremediablemente a nuestra identidad -del mismo modo que leer la X en México-.
Este breve vocablo lo pronuncian los arrepentidos: ¡Chale, perdóname!; también los morbosos: ¡Chale, qué golpazo se dio!; ni se diga los fatigados: ¡Chale, ya estuvo! En cualesquiera de los escenarios, esta locución es ave de mal agüero, un componente de fatalidad que, sumado a otras palabras, crea oraciones plagadas de emociones.
Son los ojos del mexicano, vidriosos o excitados, los condimentos ideales de la recurrente expresión.

Jorge Ibargüengoitia no consideró usar chale para las memorias del Gral.
Guadalupe; el contexto y formalidad del personaje exigían afinar sus características y elevar su lenguaje.
Le hubiese convenido rubricar en las comunicaciones del narrador, cada derrota, cada intento inútil, cada mala noticia, con un honesto y mexicano: ¡Chale! Regalarle, así, la oportunidad de desahogar sus penas y redimirse; sin embargo, no puede negarse que en cada traspiés del protagonista está un poco de nuestro karma latinoamericano: estar envueltos en la crisis, la amenaza externa y la sensación de no ir hacia ninguna parte; ser presas de nuestra ambición y de nuestras formas -de moral dudosa- de llegar a feliz destino; esperar y esperar para que al final, nos digan que no se puede, que nos volvamos a formar en la fila.
¡Chale!

No me queda más que citar una de tantas publicaciones en la red que, con delicadeza “cervantina”, define a nuestra muy mexicana creación: “Chale es la expresión más nihilista que puedes encontrar en el argot mexicano, es la pérdida total de la esperanza, una ausencia de sentido, con una dosis microscópica de un estoicismo que no quiere morir.

Querido lector, querida lectora, me siento viejo compartiendo algo que muchos jóvenes ya no conocen: ¡Chale!

Voy y vengo.

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