¿Hombres o señores?

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Por: Alejandro Cortés González-Báez

Frecuentemente mantengo charlas con personas que me plantean problemas muy diversos.
Claro está que, como sacerdote, los temas que puedo escuchar para dar un consejo —no órdenes— son muy variados.
Dichos asuntos pueden recorrer sendas como las dudas entre las verdades de fe, la moralidad de algunas acciones, la honestidad en asuntos profesionales, así como otros de tipo familiar, de amistad, de noviazgo… y muchos más.

Cuando se trata de personas que dudan sobre si la pareja con quien piensan casarse será la adecuada, nuestras conversaciones suelen ponerse muy interesantes.
¡Imagínense nada más si yo tuviera que determinar con quiénes les conviene casarse!, cuando lo único que conozco de los susodichos novios es lo que oigo sobre ellos.
Cuando ni siquiera los propios pretendientes son capaces de tomar la decisión después de años de conocerse; pues mucho menos yo, que soy un desconocido.

Sin embargo, en estos casos prefiero acudir a los cuestionamientos con el fin de facilitar a mis dudosos interlocutores para que puedan ellos mismos descubrir los temas que les permitan ver con más claridad lo que, quizás, hasta entonces no han conseguido.

Uno de los puntos principales es el de contar con los elementos suficientes para dilucidar sobre la madurez de las personas.
En este punto suelo lanzarme a matar con preguntas que pinten escenarios lo más realistas posibles, donde quepan, también, situaciones extremas.

En latín queda muy clara la relación entre los términos “señor” y “potestad”, pues el primero es “dómine” y el segundo es “dominio”.
Esto nos permite concluir que sólo quien tiene dominio sobre sí mismo merece ser considerado como un verdadero señor.
Así pues, una persona que vive avasallado por sus vicios (lujuria, alcohol, uso del celular, etc.
) está muy lejos de ser dueño de sí mismo.
Por la otra parte, quienes se distinguen por ser firmes en sus convicciones maduras y centradas, al tiempo de comprensivos ante los defectos ajenos; que saben manejarse dentro de sus hogares y en sus trabajos con afabilidad y fortaleza; que saben oponerse a la tentación de deslizarse por la pendiente de la injusticia o la vulgaridad, venciendo los respetos humanos, están demostrando un auténtico señorío.

Nadie que no sea dueño de sí mismo debería comprometerse a formar una familia, pues en el matrimonio los contrayentes se entregan, y sólo se puede donar lo que es propio, de lo que somos dueños.
Pero como el amor es ciego impide ver lo evidente.
Más aún cuando vivimos inmersos en un ambiente superficial y de irrefrenable prisa.
Una característica de la inmadurez es la incapacidad para esperar.
Aunque también es cierto que la ineptitud de decidir y actuar —cuando ha llegado el momento oportuno— puede ser clara manifestación de una cobardía que impide hacer lo conveniente.

Qué satisfecho me quedo cuando al final de esas charlas puedo escuchar: “Ya me puso usted a pensar”.

Por: Alejandro Cortés González-Báez

Frecuentemente mantengo charlas con personas que me plantean problemas muy diversos.
Claro está que, como sacerdote, los temas que puedo escuchar para dar un consejo —no órdenes— son muy variados.
Dichos asuntos pueden recorrer sendas como las dudas entre las verdades de fe, la moralidad de algunas acciones, la honestidad en asuntos profesionales, así como otros de tipo familiar, de amistad, de noviazgo… y muchos más.

Cuando se trata de personas que dudan sobre si la pareja con quien piensan casarse será la adecuada, nuestras conversaciones suelen ponerse muy interesantes.
¡Imagínense nada más si yo tuviera que determinar con quiénes les conviene casarse!, cuando lo único que conozco de los susodichos novios es lo que oigo sobre ellos.
Cuando ni siquiera los propios pretendientes son capaces de tomar la decisión después de años de conocerse; pues mucho menos yo, que soy un desconocido.

Sin embargo, en estos casos prefiero acudir a los cuestionamientos con el fin de facilitar a mis dudosos interlocutores para que puedan ellos mismos descubrir los temas que les permitan ver con más claridad lo que, quizás, hasta entonces no han conseguido.

Uno de los puntos principales es el de contar con los elementos suficientes para dilucidar sobre la madurez de las personas.
En este punto suelo lanzarme a matar con preguntas que pinten escenarios lo más realistas posibles, donde quepan, también, situaciones extremas.

En latín queda muy clara la relación entre los términos “señor” y “potestad”, pues el primero es “dómine” y el segundo es “dominio”.
Esto nos permite concluir que sólo quien tiene dominio sobre sí mismo merece ser considerado como un verdadero señor.
Así pues, una persona que vive avasallado por sus vicios (lujuria, alcohol, uso del celular, etc.
) está muy lejos de ser dueño de sí mismo.
Por la otra parte, quienes se distinguen por ser firmes en sus convicciones maduras y centradas, al tiempo de comprensivos ante los defectos ajenos; que saben manejarse dentro de sus hogares y en sus trabajos con afabilidad y fortaleza; que saben oponerse a la tentación de deslizarse por la pendiente de la injusticia o la vulgaridad, venciendo los respetos humanos, están demostrando un auténtico señorío.

Nadie que no sea dueño de sí mismo debería comprometerse a formar una familia, pues en el matrimonio los contrayentes se entregan, y sólo se puede donar lo que es propio, de lo que somos dueños.
Pero como el amor es ciego impide ver lo evidente.
Más aún cuando vivimos inmersos en un ambiente superficial y de irrefrenable prisa.
Una característica de la inmadurez es la incapacidad para esperar.
Aunque también es cierto que la ineptitud de decidir y actuar —cuando ha llegado el momento oportuno— puede ser clara manifestación de una cobardía que impide hacer lo conveniente.

Qué satisfecho me quedo cuando al final de esas charlas puedo escuchar: “Ya me puso usted a pensar”.

Osvaldo

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