Hacia una cultura de paz | Migrar, porque no hay de otra 

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Hace años, obtuve una beca para estudiar un año en una universidad de Canadá.
La subvención sólo cubría la colegiatura, por lo que trabajé en diversos lugares para sufragar mis gastos.
Por un tiempo, trabajé de “ilegal” en una fábrica de ropa a las afueras de Montreal, lugar que me introdujo en el mundo alterno de dolor de mujeres (principalmente) que migran, para buscar una mejor calidad de vida.
Aprovechando el Día del Trabajo, recordé un fragmento de un libro que escribí sobre este episodio que ahora comparto con usted: Juana era de El Salvador.
Un día dejó su país y se montó en la bestia para cumplir el “sueño americano” de llegar a Estados Unidos.
Una vez ahí, se las ingenió para cruzar a Canadá.
Lo había hecho sola y eso le había costado caro.
Por la ansiedad, se mordía sus uñas y se jalaba el cabello.
La veía de reojo cada vez que eso ocurría y sabía que su historia la cazaba incesantemente.
En los descansos tomábamos café.
Yo no sé por qué, pero a menudo la gente me cuenta sus historias, esas que no le dicen a nadie.
-Yo estoy viva de milagro, dijo.
Intuía que seguramente tendría una historia que involucraba violencia, soledad, sufrimiento y sería demasiado doloroso de escuchar.
Vivía en un barrio pobre a las afueras de San Salvador.
Su mamá era intendente de oficinas y por las tardes, hacía tortas para vender.
Un día enfermó.
Para ayudarla, dejó la escuela y trabajó en una fábrica de calzado que, para llegar ahí, debía pasar enseguida de un arrollo.
Cada vez que cruzaba el camino, las Maras la intentaron violar, pero de milagro una patrullaba impidió el suceso.
Luego se enteró de una vecina que, de regreso a su casa por el mismo lugar, la violaron y quedó embarazada.
No pudo abortar, porque era un delito.
-En El Salvador tratan mejor a los perros que a las mujeres, dijo.
Por su seguridad, tuvo que renunciar a la fábrica, pero ya no encontró otro trabajo.
A los días, no le quedó de otra que empacar una mochila con un cambio de ropa, agua y comida, y se montó en la caravana migrante con rumbo a Estados, todo, para ayudar económicamente a su madre enferma.
Al llegar a Tapachula, se subió a la Bestia.
La segunda noche la violaron y la dejaron tirada pensándola muerta.
Una organización de migrantes la encontró y la llevó a un hospital.
Antes de iniciar el viaje había tomado pastillas anticonceptivas y eso la había salvado de un embarazo.
En Juárez trabajó de empleada doméstica hasta que pudo pagarle a un “coyote” que la cruzó al “otro lado”.
Decidió subir hasta Canadá, para alejarse del trauma del camino migrante que casi acabó con su vida.
Observé sus manos maltratadas, que ahora debían servir para coser ropa en una bodega helada.
Me di cuenta que no sabía absolutamente nada del mundo ni del sufrimiento de millones de personas, como las que trabajan a mi lado.
A todas en esa fábrica nos faltaba el efectivo, pero el denominador común de las demás, era una vida abnegada, de violencia y sufrimiento, pero no el mío.
Si algo me salía mal, tan sólo debía tomar un avión de regreso a casa y descansar en un techo seguro; las otras no.
La ropa que vestía a diario era de marca.
Nunca cuestioné el trabajo que había detrás de lo que usaba.
El día que tuve que coser una blusa con mis propias manos en ese lugar, entendí la chinga que es, pero, sobre todo, el trabajo detrás de las manos laceradas de historias de sufrimiento y dolor que aguantan todo para sobrevivir.
Aún con la dignidad aplastada, siguen erguidas de frente, buscando algo mejor.
¿Cuántas historias más habría detrás de la ropa que compro en el centro comercial? Esa que a veces ni me pongo, que uso una vez y la olvido para siempre.
Jamás vi a un hombre hacer ese trabajo en esa fábrica.

Yanez_flor@hotmail.
com

Hace años, obtuve una beca para estudiar un año en una universidad de Canadá.
La subvención sólo cubría la colegiatura, por lo que trabajé en diversos lugares para sufragar mis gastos.
Por un tiempo, trabajé de “ilegal” en una fábrica de ropa a las afueras de Montreal, lugar que me introdujo en el mundo alterno de dolor de mujeres (principalmente) que migran, para buscar una mejor calidad de vida.
Aprovechando el Día del Trabajo, recordé un fragmento de un libro que escribí sobre este episodio que ahora comparto con usted: Juana era de El Salvador.
Un día dejó su país y se montó en la bestia para cumplir el “sueño americano” de llegar a Estados Unidos.
Una vez ahí, se las ingenió para cruzar a Canadá.
Lo había hecho sola y eso le había costado caro.
Por la ansiedad, se mordía sus uñas y se jalaba el cabello.
La veía de reojo cada vez que eso ocurría y sabía que su historia la cazaba incesantemente.
En los descansos tomábamos café.
Yo no sé por qué, pero a menudo la gente me cuenta sus historias, esas que no le dicen a nadie.
-Yo estoy viva de milagro, dijo.
Intuía que seguramente tendría una historia que involucraba violencia, soledad, sufrimiento y sería demasiado doloroso de escuchar.
Vivía en un barrio pobre a las afueras de San Salvador.
Su mamá era intendente de oficinas y por las tardes, hacía tortas para vender.
Un día enfermó.
Para ayudarla, dejó la escuela y trabajó en una fábrica de calzado que, para llegar ahí, debía pasar enseguida de un arrollo.
Cada vez que cruzaba el camino, las Maras la intentaron violar, pero de milagro una patrullaba impidió el suceso.
Luego se enteró de una vecina que, de regreso a su casa por el mismo lugar, la violaron y quedó embarazada.
No pudo abortar, porque era un delito.
-En El Salvador tratan mejor a los perros que a las mujeres, dijo.
Por su seguridad, tuvo que renunciar a la fábrica, pero ya no encontró otro trabajo.
A los días, no le quedó de otra que empacar una mochila con un cambio de ropa, agua y comida, y se montó en la caravana migrante con rumbo a Estados, todo, para ayudar económicamente a su madre enferma.
Al llegar a Tapachula, se subió a la Bestia.
La segunda noche la violaron y la dejaron tirada pensándola muerta.
Una organización de migrantes la encontró y la llevó a un hospital.
Antes de iniciar el viaje había tomado pastillas anticonceptivas y eso la había salvado de un embarazo.
En Juárez trabajó de empleada doméstica hasta que pudo pagarle a un “coyote” que la cruzó al “otro lado”.
Decidió subir hasta Canadá, para alejarse del trauma del camino migrante que casi acabó con su vida.
Observé sus manos maltratadas, que ahora debían servir para coser ropa en una bodega helada.
Me di cuenta que no sabía absolutamente nada del mundo ni del sufrimiento de millones de personas, como las que trabajan a mi lado.
A todas en esa fábrica nos faltaba el efectivo, pero el denominador común de las demás, era una vida abnegada, de violencia y sufrimiento, pero no el mío.
Si algo me salía mal, tan sólo debía tomar un avión de regreso a casa y descansar en un techo seguro; las otras no.
La ropa que vestía a diario era de marca.
Nunca cuestioné el trabajo que había detrás de lo que usaba.
El día que tuve que coser una blusa con mis propias manos en ese lugar, entendí la chinga que es, pero, sobre todo, el trabajo detrás de las manos laceradas de historias de sufrimiento y dolor que aguantan todo para sobrevivir.
Aún con la dignidad aplastada, siguen erguidas de frente, buscando algo mejor.
¿Cuántas historias más habría detrás de la ropa que compro en el centro comercial? Esa que a veces ni me pongo, que uso una vez y la olvido para siempre.
Jamás vi a un hombre hacer ese trabajo en esa fábrica.

Yanez_flor@hotmail.
com

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mar May 2 , 2023
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