El paraíso del mexicano

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Hay quien dice que la risa de un infante es el sonido más puro; otros, que deberíamos reírnos más, ser más inocentes y espontáneos.
Reza un viejo adagio latino que risus abundat in ore stultorum, o lo que es lo mismo “la risa abunda en la boca de los necios”.
Esta expresión intenta denostar a las personas que encuentran en la carcajada un refugio, etiquetándolas de obstinadas, imbéciles o profundamente simples.
Aparentemente, este amable y liberador rictus facial es mal visto por los pueblos más metódicos y rígidos que creen que la comicidad, en exceso, puede desvirtuar los más supremos valores.
¿Será?

En el año 2019 se leía, en letras grandes y efusivas, que México era el segundo país más feliz del mundo, de acuerdo con el Índice de Felicidad del Planeta (Happy Planet Index por sus siglas inglés).
Los elementos a evaluar incluían algunos aspectos relacionados al bienestar o esperanza de vida; sin embargo, la última palabra del instrumento fue la auto-percepción.
¿Somos felices? ¿Reírse es un sinónimo de felicidad? Lamentablemente no, hay personas que atraviesan depresiones y aún así tienen episodios con risas visibles.
De cualquier modo, tal y como sucede con el dinero, la risa no da la felicidad, pero ¡Cómo ayuda para alcanzarla!

Los mexicanos nos reímos de todo.
Nuestra naturaleza festiva corona cada episodio de nuestra existencia con un chiste.
A veces, el humor se torna negro y se cumple aquella pícara fórmula en la que, para lograr hacer comedia de los hechos más dolorosos, sólo se necesita aplicar tiempo.
Sí, tal y como se lee, hay que esperar un tiempo suficiente después de la tragedia para que las carcajadas, o las muecas sardónicas, invadan a nuestro espíritu.

La muerte nos da risa; claro, no siempre, pero aprendimos a recordarla, y enfrentarla, así, con “sorna”.
Nuestras miserias y penurias, nuestros miedos y agravios, nuestras pesadillas y realidades, todos, todas, suelen redimirse en los brazos de la comedia.
En ese punto donde la impunidad es insoportable, la corrupción nos corroe, la violencia nos aniquila y esconde, la pobreza y la discriminación nos alejan de Dios; ahí, en ese intersticio, aprendimos a reír.
A ver la vida a través de Isela Vega, Andrés Bustamante (el Güiri Güiri), Amparo Ochoa, Héctor Suárez -y su joya, ¿Qué nos pasa?-, Víctor Trujillo (Brozo), Anabel Ferreira, Jesús Martínez (Palillo), Damián Alcázar, Inocencio Cruz, Joaquín Cosio (El Cochiloco), Carlos Ballarta, Claudio Herrera -en el Privilegio de Mandar-, los Polivoces, Chava Flores, entre muchas, y muchos, más.

La risa ha sido nuestro mecanismo tradicional para aliviar el dolor o atenuar la tragedia.
Para algunos esto es simplista e inaceptable, pero para muchas otras personas constituye el único medio para mirar las sombras y arrojar en ellas una luz (de esperanza, de desahogo, de fe).
Son la risa y el fervor del mexicano los grandes tesoros inmateriales que, curiosamente, más se reproducen en los estereotipos que vienen desde el extranjero y que nos describen.

Tal y como inicié esta saga, el infierno de nuestro pueblo, en definitiva, está en la corrupción y la impunidad.
El purgatorio, en el trabajo mal remunerado y la insuficiencia de servicios de calidad.
¿Y el paraíso? Bueno, nuestro Valhala -o Tlalocan- está aquí, en nosotros mismos, en la redención que hemos encontrado en la pachanga, en las carcajadas, en los brindis interminables, en los stand up, podcast y sketches que, al final del día, nos descargan la espalda -y el corazón- con caricias melódicas y banales.

¿La risa abunda en la boca de los necios? Tal vez no para nosotros.
No con lo que ya sufrimos y lo que nos falta.
Sin embargo, no estaría mal hacerle caso a Cantinflas: “El mundo debería reírse más, pero después de haber comido”.

Voy y vengo.

Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales

Tecnológico de Monterrey campus Chihuahua

lgortizc@gmail.
com

Hay quien dice que la risa de un infante es el sonido más puro; otros, que deberíamos reírnos más, ser más inocentes y espontáneos.
Reza un viejo adagio latino que risus abundat in ore stultorum, o lo que es lo mismo “la risa abunda en la boca de los necios”.
Esta expresión intenta denostar a las personas que encuentran en la carcajada un refugio, etiquetándolas de obstinadas, imbéciles o profundamente simples.
Aparentemente, este amable y liberador rictus facial es mal visto por los pueblos más metódicos y rígidos que creen que la comicidad, en exceso, puede desvirtuar los más supremos valores.
¿Será?

En el año 2019 se leía, en letras grandes y efusivas, que México era el segundo país más feliz del mundo, de acuerdo con el Índice de Felicidad del Planeta (Happy Planet Index por sus siglas inglés).
Los elementos a evaluar incluían algunos aspectos relacionados al bienestar o esperanza de vida; sin embargo, la última palabra del instrumento fue la auto-percepción.
¿Somos felices? ¿Reírse es un sinónimo de felicidad? Lamentablemente no, hay personas que atraviesan depresiones y aún así tienen episodios con risas visibles.
De cualquier modo, tal y como sucede con el dinero, la risa no da la felicidad, pero ¡Cómo ayuda para alcanzarla!

Los mexicanos nos reímos de todo.
Nuestra naturaleza festiva corona cada episodio de nuestra existencia con un chiste.
A veces, el humor se torna negro y se cumple aquella pícara fórmula en la que, para lograr hacer comedia de los hechos más dolorosos, sólo se necesita aplicar tiempo.
Sí, tal y como se lee, hay que esperar un tiempo suficiente después de la tragedia para que las carcajadas, o las muecas sardónicas, invadan a nuestro espíritu.

La muerte nos da risa; claro, no siempre, pero aprendimos a recordarla, y enfrentarla, así, con “sorna”.
Nuestras miserias y penurias, nuestros miedos y agravios, nuestras pesadillas y realidades, todos, todas, suelen redimirse en los brazos de la comedia.
En ese punto donde la impunidad es insoportable, la corrupción nos corroe, la violencia nos aniquila y esconde, la pobreza y la discriminación nos alejan de Dios; ahí, en ese intersticio, aprendimos a reír.
A ver la vida a través de Isela Vega, Andrés Bustamante (el Güiri Güiri), Amparo Ochoa, Héctor Suárez -y su joya, ¿Qué nos pasa?-, Víctor Trujillo (Brozo), Anabel Ferreira, Jesús Martínez (Palillo), Damián Alcázar, Inocencio Cruz, Joaquín Cosio (El Cochiloco), Carlos Ballarta, Claudio Herrera -en el Privilegio de Mandar-, los Polivoces, Chava Flores, entre muchas, y muchos, más.

La risa ha sido nuestro mecanismo tradicional para aliviar el dolor o atenuar la tragedia.
Para algunos esto es simplista e inaceptable, pero para muchas otras personas constituye el único medio para mirar las sombras y arrojar en ellas una luz (de esperanza, de desahogo, de fe).
Son la risa y el fervor del mexicano los grandes tesoros inmateriales que, curiosamente, más se reproducen en los estereotipos que vienen desde el extranjero y que nos describen.

Tal y como inicié esta saga, el infierno de nuestro pueblo, en definitiva, está en la corrupción y la impunidad.
El purgatorio, en el trabajo mal remunerado y la insuficiencia de servicios de calidad.
¿Y el paraíso? Bueno, nuestro Valhala -o Tlalocan- está aquí, en nosotros mismos, en la redención que hemos encontrado en la pachanga, en las carcajadas, en los brindis interminables, en los stand up, podcast y sketches que, al final del día, nos descargan la espalda -y el corazón- con caricias melódicas y banales.

¿La risa abunda en la boca de los necios? Tal vez no para nosotros.
No con lo que ya sufrimos y lo que nos falta.
Sin embargo, no estaría mal hacerle caso a Cantinflas: “El mundo debería reírse más, pero después de haber comido”.

Voy y vengo.

Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales

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