Ya finalizando mi último año de estudios universitarios comencé a buscar un despacho para realizar las prácticas como procuradora, profesión que conocí a través de un libro de derecho administrativo. Me resultó una salida profesional adecuada a mi carácter inquieto y con pocas ganas de permanecer largas horas encerrada en el despacho, pues por el año 1996 la actividad en los juzgados era diaria, y nuestra función mucho más destacada y activa que en la actualidad, ya que la evolución digital y tecnológica nos ha sentado tras la pantalla de un ordenador.
Me encontré un mundo todavía dominado por hombres, donde algunas chicas jóvenes comenzábamos a abrir despachos tomando como referentes a las pocas compañeras veteranas que ejercían, mujeres con años de ejercicio y que habían comenzado en un ambiente no muy propicio para la mujer.
En ellas veíamos un aliciente para nuestros comienzos, pues la procura te daba disponibilidad del tiempo, podías conciliar, un derecho que se ha instaurado para no desaparecer.
La aparición de las nuevas tecnologías y los cambios legislativos han abocado a la procura a vivir pegada a un teléfono móvil y a un certificado de firma digital, que unidos a los plazos procesales en ocasiones hace difícil esa conciliación de una vida laboral gestionando un despacho de procuradora con tu vida personal y familiar, que te obliga a hacer malabares para poder gestionar tu despacho como si no tuviese más obligaciones y sin que nadie perciba ni debilidad ni falta de compromiso en tu trabajo.
Si bien es cierto que los cambios tecnológicos son transversales, no es menos cierto que no nos afecta por igual a hombres y mujeres, sería iluso creer que afectan a ambos por igual.
Las mujeres, a pesar de irrumpir con fuerza en las profesiones jurídicas, la mayoría no hemos abandonado en ningún momento nuestra faceta de madres, esposas, hijas… bien por una decisión personal, bien por presión social, pues muchas somos de una generación que aprendió la necesidad de cuidar a los niños, al abuelo, al enfermo, y lo asumió.
Llevo años respondiendo a quien me pregunta sobre mi trabajo, que soy pluriempleada, cada día de la semana y del mes llevas dos agendas, la de tu despacho y la de tu casa, en la primera vistas, plazos, visitas, impuestos, gestiones…, en la otra, vacunas, tutor del mayor, recoger patines del pequeño, cumpleaños de Dani -van los dos-, cumpleaños de uno, pagar campamentos de los dos… La realidad es que con la entrada de las tecnologías nuestra “disponibilidad de tiempo” se ha transformado y ha desaparecido”, cada día pesa más la agenda laboral que la personal.
Cuando una procuradora escucha el sonido de su teléfono o el “clinc” de su tablet anunciando la entrada de un correo, se le abre un abanico de posibilidades: será un correo del colegio de los niños, una llamada del centro asistencial de mi madre, ese médico que llevo aplazando por diferentes motivos, o alguien que te llama al borde de la desesperación porque necesita la urgente presentación de un escrito.
Muchas profesionales de otros sectores se sentirán identificadas con esta situación, pues la dificultad para conciliar es una constante de nuestra generación, no obstante, la procuraduría gira alrededor de los plazos que marca la ley para cada actuación, por lo que nuestra agenda está llena de “deadlines” que ni se aplazan ni se suspenden, que nos ha mostrado imágenes incomprensibles como una procuradora enganchada a un ordenador en un hospital atendiendo a un familiar, o en un tanatorio velando a un padre … porque los plazos siguen su curso y son sagrados.
Creo firmemente en la exquisita profesionalidad de las procuradoras de nuestro país, y llevo años preguntándome a dónde podríamos llegar si un día se logra el reparto equitativo de las obligaciones familiares entre hombres y mujeres.
Es innegable que las nuevas tecnologías nos han permitido trabajar desde cualquier lugar, pero ¿a qué precio?
A día de hoy añoro aquellos tiempos en los que recorríamos los juzgados, sin móvil, sin tablet, ni ordenadores portátiles al hombro, simplemente con tu agenda y bolígrafo, cargadas de papeles, en las que sabías que llegarías a tu despacho y te irías a casa a comer con los niños los días que no tenían colegio, o que el viernes te pasarías por casa de tus abuelos a tomar con ellos el café, tranquilos y sin que sonase un ring, ring, que hoy suena para preguntarte si el plazo vence hoy, o si el escrito puede presentarse el lunes cinco minutos antes de las 15:00 horas.
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